Eva María Lobato Prieto

En un lugar olvidado del pinar, donde la luz se mezclaba con la brisa y el olor a humedad, una estatua de mármol se alzaba tímidamente. Representaba a una mujer desnuda, su cuerpo se inclinaba hacia adelante, como si el peso de la vida la hubiera obligado a doblarse. Sus ojos cerrados hablaban de un dolor profundo, pero también de resistencia. Una chispa apenas perceptible, la promesa de que a pesar de todo, algo dentro de ella seguía en pie.
El encuentro
Eva la encontró por casualidad. Paseaba con sus amigas, distraída en el murmullo de las hojas y el crujir de la tierra bajo sus pies.

Pintaba desde niña, obsesionada con capturar no solo la forma de las cosas, sino su esencia. Sus lienzos eran espejos de momentos robados al tiempo. Instantes atrapados en pinceladas, en colores que parecían contener susurros. Coleccionaba esencias, recuerdos e instantes. Sus cuadros no eran imágenes: respiraban.
Eva Llevaba años luchando contra un cuerpo que le imponía sus propios límites. Su estudio, en el corazón del pueblo, era su refugio, un lugar donde el color servía como terapia. Pero los últimos meses sus pinceles habían callado. La inspiración había desaparecido, llevándose consigo la necesidad de crear.

Y entonces, entre los pinares cercanos a la Encina, vio la estatua.
No pudo apartar la mirada. Era como si alguien hubiera tomado su espíritu y lo hubiera tallado en piedra.
—Ella soy yo —pensó, sintiendo el eco de sus propias fracturas en cada grieta del mármol.
Con ayuda de sus amigas, la llevó a su estudio. La estatua se dejó abrazar con suavidad, como si temiera que sus alas se quebraran. Cuando llegaron al estudio, Eva la colocó frente a la gran ventana y la observó.
No se parecía a las demás estatuas que había visto en su vida. No había resignación en su postura, solo un instante suspendido entre el dolor y la resistencia. La pintora se sentó frente a ella. Y, por primera vez en semanas, lloró.
La transformación
Algo cambió. No de inmediato, sino con la lentitud de las cosas que realmente importan.
A pesar del dolor que a veces la dejaba inmóvil, Eva volvió a pintar. Pero sus cuadros ya no eran los mismos. Algo en ellos había cambiado. Capturaban algo más profundo. Comenzó a pintar nuevamente momentos: la quietud de un atardecer reflejado en una ventana, la nostalgia en los ojos de un desconocido, la calidez de un abrazo que nunca se dio. Sus pinceles tradujeron sentimientos en colores, recuerdos en texturas, ausencias en sombras.
La gente comenzó a llegar, recibía a peregrinos y lugareños. No solo para ver sus cuadros, sino para mirar la estatua a través de la ventana. Se detenían frente a la ventana, observándola como si esperaran que, en cualquier momento, respirara.
El susurro del mármol
Una noche, con la luna filtrándose en el estudio, Eva se quedó a solas con la estatua. Algo en su postura seguía inquietándola. Se acercó, rozó el mármol frío con la yema de los dedos y susurró:
—¿Qué te hizo doblarte?

El silencio se alargó, y entonces lo supo. No era una revelación ajena, sino una verdad que siempre estuvo ahí, esperando ser escuchada.
—Me agaché para abrazarme. Me rompí muchas veces, y cada vez recogí mis pedazos con estas manos. Me inclino porque estoy sanando, respondió la estatua.
Eva contuvo el aliento. Siempre creyó que doblarse era un signo de derrota, que ceder era un fracaso. Pero la estatua le mostró algo distinto. No era sumisión. Era refugio.
—Las alas no son para huir. Son para sostenernos incluso cuando creemos que no podemos más. Estamos dobladas porque, antes de volar, debemos aprender a levantarnos – concluyó .
La Guardiana de Esencias
El tiempo pasó y el pueblo empezó a notar los cambios.
Cuando miraban a través de la ventana del estudio, ya no veían solo la estatua. Veían a Eva. Pintando con pasión, con determinación. Sus manos, al principio temblorosas, ahora se aferraban al pincel con firmeza.

Los trazos no eran solo delicados. Ahora, en ocasiones podían ser intensos. Pero eran reales.
Cuando los visitantes entraban al estudio, sentían que cruzaban un umbral invisible. Afuera, el mundo seguía su curso, con su ruido, su vida acelerada, sus incesantes días iguales y repetitivos. Pero dentro de ese espacio, todo se detenía. Era como entrar en una burbuja suspendida en el tiempo, donde la única realidad era el arte, la emoción y el consuelo silencioso que ofrecía.
Un hombre que lloraba la ausencia de su hermano, una mujer que cargaba un duelo silencioso… Cada uno encontraba en las obras de la artista un reflejo de su propia historia. Eva los escuchaba. Y luego, pintaba.
Desde entonces, Eva se convirtió en «La guardiana de Esencias». No porque las tomara para sí, sino porque las prestaba por un instante. Su arte se convirtió en una fuente de intercambio invisible. Ella tomaba un fragmento de sus historias y las transformaba cubriéndolas con colores imposibles y las devolvía más fuertes. Más completas. Más vivas.
La pintora dejó a su ángel donde pudiera ser vista a través del cristal, para que quienes la miraran—tanto a la estatua como a ella misma, encontraran en su presencia un aliento, una razón para no rendirse.
Una noche, Eva se sentó frente a ella y, por primera vez, no lloró.
Murmuró, apoyando su mejilla en el mármol frío mientras sus cabellos se fundían con los de la estatua.
– Althea, te llamaré así porque en griego significa sanadora, y eso has sido para mí —pensó, mientras jugaba con un pincel entre los dedos, observando cómo la luz de la tarde se filtraba por la ventana—.
Hizo una pausa, dejando que las palabras resonaran en su mente.
– Gracias por recordarme quién soy. Por mostrarme que no estoy rota. Que antes de volar, hay que aprender a sostenerse —murmuró, con la mirada perdida en algún punto lejano, como si estuviera reuniendo los fragmentos de sí misma—.
Suspiró, sintiendo una calidez nueva expandirse en su pecho.
– Gracias a ti, estoy lista para alzarme otra vez —dijo al fin, con una determinación serena, mientras una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.
-Desde entonces, a Eva comenzaron a llamarla «La guardiana de Esencias». Dicen que, al atardecer, cuando la luz atraviesa la ventana del estudio, la estatua parece despertar. Sus alas, por un instante, parecen abrirse. Pero lo más curioso es que no solo la estatua cobra vida.
También la pintora.

Lección final
El peso de nuestras alas no nos define. Somos las historias que nos atraviesan, las caídas que nos moldean y la manera en que elegimos seguir adelante, incluso cuando todo parece derrumbarse.
Nos han enseñado a estar siempre erguidas, fuertes, inquebrantables. Pero hay un poder inmenso en reconocer nuestras grietas. En saber que, antes de abrir las alas, necesitamos un momento para recuperar el aliento.
Alguien siempre está mirando. Alguien encuentra en nuestra lucha una razón para no rendirse.
Recuerda: incluso las personas más fuertes se inclinan antes de volar.
Es una muy bonita reflexión y a la vez para pensarla y volver a leerla y de mucha ayuda para las personas que a veces tocamos fondo. La verdad es que tus pinturas siempre expresan algo vida reflexión. …. Sigue así eres genial 👍
Muchas gracias a ti por el ejemplo que nos das cada día y desde aquí te mando un fuerte abrazo. Te invito a visitar mi estudio en cuanto recuperes un poco las fuerzas. Abrazooooo
Creo que sí, cualquier persona ha estado en alguna situación así en algún momento de su vida. Un abrazo Berta
Simplemente formidable. Salu2
Muchas gracias
Que bonito!!! Tu forma de describir a Althea es emocionante y real… Althea representa a muchas de nosotras.